Vagabundeó por un sendero polvoriento, cansada y triste, sumida en sus pensamientos. En eso percibió una voces infantiles. El asombro hizo a Kimey detenerse: ¡Imposible!-pensó- debo estar soñando. En respuesta se escuchó un coro de risas, la joven no salía de su asombro, apretó el paso y llegó hasta una parte en la que el camino se bifurcaba. Las risas, que aún resonaban, parecían provenir de la izquierda y, decidió tomar esa dirección. Guiada por las voces invisibles recordó cuando los niños desaparecieron del mundo.
Siete años atrás, sin razón aparente los niños y niñas de todo el mundo enfermaron. Aunque no era esa la expresión, más bien fueron presa de una agonía insoportable: lloraban, gritaban y se retorcían de dolor. La gente estaba desesperada, sin saber que hacer. Esta «maldición», como comenzaron a llamarla, se extendía desde los recién nacidos hasta la edad de 11 años, sin distinción de raza, credo o posición social. Esto duró seis meses, hasta que una mañana al despertar, los adultos y jóvenes descubrieron que sus hijos, nietos, sobrinos, y hermanos habían desaparecido, esfumándose sin dejar rastro. Kimey aún recordaba, con pesar y amargura, ese día en que había despertado sobresaltada y, presa de un mal presentimiento se dirigió a la habitación de su pequeña hermana para encontrar su cama vacía.
En todo esto iba cavilando la joven cuando las voces se convirtieron en apenas un susurro, había llegado a un monte. Se internó entre los árboles y arbustos aguzando el oído. Pero las voces habían cesado, en su lugar se oían unas suaves pisadas en la hierba. Frente a ella apareció una pareja de ancianos tomados de las manos, quienes al verla le sonrieron con dulzura. Bastó un cruce de miradas para que ella supiera que eran las personas por las que había emprendido su viaje. Cuando su hermana desapareció, a su tribu llegó el rumor de que los indígenas de la región vecina sabían lo que había sucedido con los niños y niñas. Deseaba averiguar la verdad y decidió iniciar su marcha hacia las tierras vecinas.
Los ancianos la condujeron al interior del monte, donde se encontraba el resto de la comunidad. Comió y bebió junto a ellos y por la noche durmió cobijada por la luz de la luna, bajo un árbol al igual que el resto del pueblo. A la mañana siguiente vio como toda la tribu le daba los buenos días a cada árbol y les agradecía su protección. En ese instante volvió a escuchar las voces, al percatarse de su turbación la anciana la invitó a dar un paseo con ella. Por el camino le preguntó:
-¿Recuerdas lo que pasó hace 7 años?
-Sí -dijo la muchacha- tenía 18 años, lo recuerdo perfectamente.
-¿Sabes por qué sufrían las niñas y niños?
-No, por eso he venido a ustedes.
-Experimentaban el sufrimiento de los árboles al ser talados. Cuando desaparecieron fue porque escucharon su llamado.
-¿Cómo lo descubrieron?
-Todos los miembros de la tribu tuvimos un sueño, el sueño de los árboles. En el mismo se nos reveló que para protegerse de la crueldad humana, habían tomado la decisión de volverse uno con nuestra descendencia. De esta manera no podrían ser dañados nunca más, quizás oíste que los leñadores no pudieron volver a talar ningún árbol y que las fábricas madereras debieron cerrar a raíz de este suceso.
Kimey asintió, por el camino había escuchado conversaciones sobre el asunto. A pesar del tiempo transcurrido las personas aún hablaban de ello con incredulidad, de cómo los leñadores inexplicablemente no podían talar más árboles, pues se perdían en el camino, pasaban días vagando en círculos hasta que volvían a su hogar. Y que a causa de esto habían tenido que buscar alternativas a la falta de madera. Su pueblo, al vivir en una zona árida, no había presenciado nada de esto último por lo que le restó importancia.
La anciana prosiguió:
-Al despertar empezamos a oír las voces de nuestros niños. Como tú las oyes ahora. Sólo quienes son presas del odio y la maldad no pueden hacerlo.
-¿Es decir que la naturaleza tomó conciencia del mal que le hemos hecho y nos castigó?
-No lo sé, quizá sí. Pero como una madre, luego de reñir a sus hijos por hacer algo indebido, nos perdona. O eso me gusta pensar, que por cada decepción y sufrimiento ella aún tiende sus brazos y nos resguarda. Lo ha hecho con ellos- dijo señalando los árboles-mis nietos viven en ella, no los destruyó. Porque nada se destruye, todo se transforma. Eramos orgullosos. Nos creíamos invencibles, con su accionar la Madre Tierra nos ha dado una lección de humildad.
Kimey permaneció callada y junto a la anciana se limitó a escuchar la lengua secreta de los árboles en donde se mezclaban algunas risas, llevando el viento sus mensajes al resto de los árboles del mundo.
Muy buen relato!!! Me encanta leer lo que escribís…
Un abrazo!
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Muchas gracias Claudia 🙂 Besos.
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Parece un plan urdido por Pinocho y el flautista de Hamelín… Saludos 🙂
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Jajaja…algo de eso hay 🙂 Saludos.
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Últimamente estás en pleno torbellino creativo, ¡enhorabuena por la inspiración!
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Gracias 🙂 es que la Musa pasó por el camino y la soborné con caramelos para que se quede rondando un poco por aquí. Saludos.
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