Es una tarde de primavera, se encuentra frente a una bicicleta rosa con canasto blanco. Su emoción y alegría es tal que apenas puede contenerla. Lo primero que dice es: “¡Voy a ir hasta la casa de la abuela! Sus padres intercambian una sonrisa cómplice. De su casa a la de su abuela hay 15 kilómetros y una loma empinada, es poco probable que una niña de 4 años pueda hacer ese trecho. Y aun así se lanza a intentarlo una tarde en que las mariposas y abejas revolotean entre los árboles en flor, animándola a seguir. No puede esquivar una piedra particularmente grande y se cae, sus rodillas sangran. Su aventura finaliza antes de empezar.
Un atardecer de verano, a sus 10 años, recorre ese camino protegido por la fresca sombra de los árboles, los pájaros cantan alegremente entre las ramas. El sol se oculta lentamente y brinda sus últimos rayos de luz y calor. No hay una pizca de viento, el sudor le resbala por las sienes, tiene el rostro enrojecido. Se da ánimo, viene pedaleando y practicando por mucho tiempo. Sus pantalones cortos exponen las antiguas cicatrices de aquella primera vez al recorrer ese camino. Se escucha el canto de los grillos al que se suma el croar de las ranas. Oye el agua corriendo por el arroyo. Los mosquitos también despiertan de su letargo y zumban en sus oídos.
Ya en la cocina tan familiar sus palabras se amontonan, peleando por salir primeras. Su abuela ríe y contempla orgullosa a su nieta que, llena de picaduras, tiene una mirada triunfante. Celebran esta pequeña victoria bailando una vieja canción de rock que pasan en la radio.
Es un día de invierno donde se conjugan la niebla, el cielo gris plomizo y una llovizna persistente. Pedalea y pedalea, aprieta los dientes. En el portaequipaje lleva su mochila con sus pertenencias. Se acabó, ya no lo soporta más, no volverá a esa casa. Odia a todo el mundo, si es por ella que desaparezcan todos los seres humanos de la faz de la Tierra. Tiene 15 años y es su primera discusión seria con sus padres. Pedalea y pedalea haciendo saltar el barro alrededor. El frío le corta la respiración, se arrepiente de no haberse puesto un abrigo. Y ahí está: la loma tan conocida y empinada. Se encuentra tan cansada y enojada que la presencia de ese elemento la irrita aún más si cabe. Las gotas de lluvia hacen que se le resbale el manubrio y decide llevar la bicicleta de tiro. Superado ese escollo ve a lo lejos, como esperándola, el hogar de su abuela y el suyo también. Su corazón se acelera. Las lágrimas afloran, ha sido un día horrible, pero la visión de su refugio en el mundo y la calidez de quien la espera la envuelve. Entra en la casa y en la cocina la espera una taza de chocolate caliente, una manta y esa mujer de cabellos grises que le dirige una mirada comprensiva y serena. Entonces cruza la distancia que las separa y la abraza, la nota más frágil. Eso la angustia y vuelve a llorar.
Es una mañana de otoño, nota un crujido en sus rodillas al subir la loma “Estoy envejeciendo”-piensa divertida- “Deben ser los achaques de los 30”. En el portaequipaje lleva una bolsa de mandarinas que huelen a budines y meriendas sentada en la pequeña cocina amarillo claro, con los suaves rayos de luz entrando por la ventana y la cortina añil con motivos florales agitándose al viento. Emerge el recuerdo de su abuela sentada a la mesa con su sonrisa pícara, invitándola a que le cuente todo lo que vio por el camino. Sonríe y se concentra en ralentizar su respiración, inspira profundo. Cada uno de sus músculos contraídos gritan pidiendo un descanso. Las hojas secas crujen bajo las ruedas de la bicicleta. “Un poco más”-piensa. Y emerge, como si de una isla encantada se tratase, el que desde hace cinco años es su hogar. Deja la bicicleta en el jardín y se dirige a la cocina, el único lugar que conserva tal cual con el añadido de un retrato de su abuela al que dirige una mirada y dice: “Ya llegué”.